Cuando Dante Alghieri dibujó el infierno en su obra magna, la Divina Comedia, se quiso acompañar del poeta romano, Virgilio, quien le iba adentrando en lo más profundo del averno a través de nueve círculos, donde iban apareciendo, durante el descenso, viejos conocidos por el autor italiano. En cada círculo convivían diferentes tipos de pecados y pecadores, desde la lujuria, a la avaricia, pasando por el fraude, la violencia y la herejía, culminando en la traición, el más grave de todos los delitos, según Alighieri.

En Can Barça hace tiempo que estamos viviendo un descenso a los infiernos similar al de Dante, con el inconveniente añadido que aquí lo hacemos a pecho descubierto, sin un guía como Virgilio, que nos vaya avisando de los peligros que nos acechan, y donde el fondo no parece tener fin. Desde la llegada de Josep Maria Bartomeu a la presidencia, hace una década, con su famoso eslogan 'triplete y tridente', que el club se ha visto abocado a una espiral de fracasos y miserias que nos han llevado a una situación insostenible.

Bartomeu llevó al club a un callejón sin salida. Su displicencia y servilismo ante los jugadores dejó las arcas del club como un solar, por no hablar de la forma en que se despilfarraron los 222 millones cobrados por Neymar. La pandemia acabó por rematar un club sostenido por pies de barro. El problema es que la llegada de Joan Laporta, con otro eslogan como bandera, 'con ganas de volver a veros', refiriéndose al Real Madrid, ha sido menos mesiánica y liberadora de lo esperado. El Laporta de ahora no tiene nada que ver con el del primer mandato: mucho peor aconsejado, con los sentimientos a flor de piel, con pocos argumentos lúcidos, propenso a la improvisación, más presidencialista que nunca, saciado de ego, recurriendo en exceso al victimismo y al optimismo más rancio y descerebrado.

Bajo este trampantojo de paraguas ha tenido que desenvolverse Xavi Hernández. Sin posibilidad de traer a los fichajes reclamados en verano porque no había ni un euro en la caja, pero viendo cómo llegaba Vitor Roque en enero por 60 millones -el mismo precio que costaba traer a Martín Zubimendi-, templando el afán intervencionista del presidente -con el episodio que se vivió en Amberes como epitome-, obligado a jugar una temporada y media en un estadio tan poco emblemático como Montjuïc, conviviendo con un entorno tóxico y un intorno, más peligroso y maquiavélico si cabe, tomando algunas decisiones precipitadas, como anunciar su dimisión en diferido en enero para tres meses después dar marcha atrás, anunciando todo lo contrario...

Y si el presidente y el entrenador están viviendo su calvario particular a los infiernos, qué decir de una plantilla que sigue viviendo en Narnia, con jugadores cobrando fichas desorbitadas y fuera de mercado -gracias a la firmitis de Bartomeu-, con una preparación física más que criticada -el club quiere poner remedio a esta situación fichando a Julio Tous-, con recaídas constantes, con altibajos tan impropios como sorprendentes, con errores imperdonables en el campo y con los continuos rumores, ya sean infundados o no, de la vida noctámbula de más de uno acechando en cada esquina.

Y aquí es donde se encuentra una afición desnortada y desnaturalizada, que ha dejado de subir a la montaña mágica, más por decepción que por convicción, con ganas de celebrar algo -como mucho esta temporada será la segunda plaza-, y hasta cierto punto adormilada, esperando que el maná caiga del cielo.

A todo esto hay que sumar un Real Madrid a punto de coronarse campeón de la Liga y a las puertas de una final de la Champions, con un estadio nuevo desde hace dos años, con Kylian Mbappé ya haciendo las maletas para viajar a la capital y con Florentino Pérez aclamado como el nuevo Mesías blanco...

Si esto no es estar metido en la olla de Pepe Botero para un culé, poco falta...