Antes que nada, feliz 2019 a todos. Que se cumplan vuestros deseos y el nuevo año os depare vida, alegría y mucha ilusión. Se nos va un 2018 movido, que ha estado repleto de marcha. El balance a nivel Barça no es malo, pero podría haber sido mucho mejor.

Para la mayoría de los culés hay una fecha marcada en rojo: el fatídico 10 de abril de 2018. Una mala tarde en que los de Valverde cayeron contra la Roma (3-0) y dijeron adiós a una Champions que tenía muy buena pinta. La eliminación en el Olímpico dolió más al ver que el Real Madrid se coronaba campeón de Europa por tercer año consecutivo.

Si bien podría decirse que el primer curso con Valverde en el banquillo fue prácticamente excelente –los otros puntos negros fueron el batacazo contra el Madrid en la Supercopa de España y la derrota contra el Levante que frustró una temporada completa invictos–, aquella aciaga noche rebaja la nota final. Fue muy dura para el barcelonismo. De las que duelen.

Más allá del ámbito deportivo y de las dudas que en ocasiones genera el estilo conservador del Txingurri en sus planteamientos, 2018 también ha sido un año triste por la pérdida de algunas personalidades notorias del barcelonismo. Murió en febrero el mítico y entrañable Quini, falleció en junio Zaldúa –vigésimo máximo goleador en la historia del club– y más recientemente –el 3 de diciembre– el popular y longevo presidente José Luis Núñez.

Desvinculado del club desde principios del Siglo XXI –dejó el cargo en el 2000, pero su mano derecha, Joan Gaspart, presidió la entidad hasta 2003–, no ha tenido un papel significativo en la historia más reciente del Barça. Sin embargo, a veces da la sensación de que todavía perdura una cruda división que se forjó en su mandato: el nuñismo contra el cruyffismo.

El cataclismo se produjo en 1996, durante una tensa reunión que empezó con discusiones, siguió con insultos y terminó con sillas volando por los aires. Cruyff fue despedido como entrenador del FC Barcelona y el barcelonismo forjado en los triunfos del Dream Team quedó partido.

Cruyff y Núñez simbolizaron, cada uno a su manera, el éxito de aquella etapa dorada. Ambos fueron responsables de los hitos conquistados. Hoy, los dos están muertos –el magnífico Johan perdió la vida víctima del cáncer el pasado 24 de marzo de 2016–, pero el barcelonismo sigue vivo y coleando. Es imperecedero.  

Joan Laporta y Sandro Rosell tomaron de algún modo el relevo de aquella guerra, más de egos que otra cosa. El laportismo contra el rosellismo, dos corrientes que por suerte van a menos gracias a la pérdida de protagonismo de los dos expresidentes.

El primero, a la sombra, vuelve a sonar vagamente como presidenciable de cara a 2021 pero desde su entorno le recomiendan que no cometa más locuras. El segundo, entre rejas, está acusado de la comisión de un supuesto delito de blanqueo de capitales y lleva más de un año en prisión provisional sin ser juzgado.

El actual presidente del Barça, Josep María Bartomeu, trata de poner algo de cordura en todo este embrollo. Pese a ser íntimo de Rosell y estar obcecado en su defensa personal, Barto ha sabido tender puentes para unir tanta desunión. Especialmente con la familia de Cruyff, a través de su hijo Jordi.

Criticado, a veces en demasía por un entorno culé siempre inconformista, es obvio que hay aspectos mejorables del mandato de Bartomeu. Sin embargo, hay que reconocer los esfuerzos por curar y cicatrizar las heridas del pasado con el único y necesario fin de hacer más fuerte al barcelonismo. Como decía Fuenteovejuna, todos a una.