Podía haber cogido el móvil, y con lágrimas en los ojos, decir: “Gracias presidente del Barcelona, bueno ya sé que ya no lo es –en parte por mí culpa-, pero gracias por darme la oportunidad de celebrar este título de Liga con el Atlético que me hubiera gustado festejar con el Barça”. Bueno quizás estas últimas palabras no habrían sentado bien a la afición de su actual club, pero también podía haber concluido de una forma más fina, porque tiempo ha tenido para pensar en lo que iba a decir si finalmente, como así sucedió, su club se proclamaba campeón. Pero Suárez siempre se ha distinguido por ser tan rudo en la oratoria como villano en el campo. Quizás otro discurso habría calado más en el pensamiento de muchos culés que el sábado pasado se lanzaron en las redes sociales a recordar a Josep María Bartomeu el “regalito” que le había hecho a un rival de peso, olvidando que este título si alguien lo dejó escapar fue el propio equipo azulgrana.

Pero Luis Suárez eligió el discurso del despechado, el que se utiliza en el desamor, el de la lágrima fácil. Metió en el mismo saco a su esposa, a sus hijos. Dijo que habían sufrido mucho, y que él se había sentido menospreciado. Olvidó el agradecimiento. Se olvidó de la directiva que lo contrató cuando estaba hundido, sancionado, suspendido y no era un buen ejemplo para el fútbol. Omitió todo eso porque se había sentido como el hombre o la mujer engañada. Nunca pensó que el Barça iba a prescindir de él, pero fue incapaz de aconsejar a su amigo Messi que desistiera de aquel burofax. No, charrúa. Ese mate llevaba mucho resentimiento un día en el que te tenías que sentir muy feliz, y agradecido, aunque fuera irónicamente, al club que te contrató después de pegarle un mordisco a otro futbolista.