Gerard Piqué fue un fichaje de rendimiento inmediato cuando regresó, en 2008, al Barça. Tenía 21 años y fue el mejor socio de Puyol antes de asumir el mando de la defensa. Desde hace una década, es el central perfecto en un equipo de alto nivel y mayor exigencia. Y con un estilo propio.

Con Guardiola, Tito Vilanova, el Tata Martino, Luis Enrique y Valverde, Piqué ha sido una pieza clave en el engranaje del Barça. Nadie ha cuestionado su liderazgo ni su carácter. Tampoco su valía ni su compromiso con el club. Futbolista con la cabeza supuestamente bien amueblada, tiene inquietudes de las que adolecen la mayoría de sus compañeros de profesión. Desde hace unos años combina su faceta de jugador de élite con su faceta de empresario incipiente y caprichoso, que un día se juega la pasta en el casino y otro en una empresa de tecnología o en la nueva Copa Davis.

Piqué, deportista atípico, disfruta con la notoriedad. Se sabe que le va la marcha y que soporta la presión mejor que nadie. Disfruta con los elogios y se crece con los insultos y los pitos. Y entra al trapo cuando alguna crítica no ha sido de su agrado, ya sea para defenderse, para opinar de política o para justificar su vida privada. Piqué es único y genuino, un tesoro para los medios de comunicación.

Entre los cinco mejores centrales de Europa desde hace muchos años, Piqué todavía es fiable en el campo. Ocurre, sin embargo, que ya no va tan sobrado como antes y se despista con más frecuencia de lo habitual. Su partido en el campo del Levante, por ejemplo, fue un despropósito. Y coincidió con el debate sobre sus horas de sueño y su pasión por el tenis y la NBA.

En tiempos de guerra y crisis, Piqué tiene todos los números para recibir. Su actitud altiva no ayuda. Tampoco que presuma de su vida extradeportiva. En el deporte de élite, los descansos son sagrados y Gerard juega con fuego. Si se calma un poco y se centra en el Barça, que le paga muy bien, seguirá siendo un futbolista impresionante. Si ya no le motiva el fútbol, mejor que lo deje.