Diez años después de ganar su segundo título de Champions como entrenador del Barça, Pep Guardiola gozó el sábado pasado en Oporto de una gran oportunidad para coronarse, esta vez con el Manchester City, por tercera ocasión campeón de esta competición, y entrar en el selecto club que distingue a Carlo Ancelotti y Zinedine Zidane como los únicos con tres títulos desde que el torneo más importante de Europa fue bautizado como Liga de Campeones. 

La derrota ante el Chelsea provocó muchas críticas al técnico catalán por parte de la prensa inglesa, que lo acusó de arrogante en la estrategia, de encontrar otra forma de perder, de hacer experimentos de profesor loco y de quedar en ridículo. Frases durísimas, injustas y ofensivas contra un entrenador que acaba de triunfar en la Premier superando ampliamente a todos los rivales. Siendo el mejor sin discusión. 

Jamás en la prensa catalana se hubieran leído semejantes frases. Ni siquiera aquella noche de marzo del 2012, en la que también el Chelsea se atravesó en el camino de una nueva final del Barça de Pep, en la que Messi falló un penalti y el técnico prefirió a Cuenca antes que a Alexis, siguió jugando con tres defensas después de ir ganando 2-0 contra un rival con 10 desde el minuto 37. 

Aquella mala noche, que también significó el adiós de Pep, tampoco fue propicia para usar los calificativos utilizados por la prensa inglesa, quizás por la adoración que sentimos todos por el fútbol practicado por el Barça en aquella época feliz y que algunos sabemos que tanto en la forma y en el cómo resultará irrepetible. Primero porque no hay forma de clonar aquella generación de futbolistas paridos en La Masía, y segundo porque aquel Pep Guardiola, y su cuerpo técnico, fueron revolucionarios y exprimieron lo mejor de aquel equipo, que contaba además con un fenómeno como Leo Messi.

Mi admirado Sergi Pàmies, en “Por la escuadra”, título de una columna de opinión en La Vanguardia sugerido por él en los tiempos que dirigí la sección de Deportes de este diario, define perfectamente lo que sí se pudo leer en las redes sociales, donde aparecieron los que se alegran de la derrota del entrenador más laureado del barcelonismo, los que gozan doblemente con sus triunfos porque les fascina el técnico y celebran la amargura de los que no lo quieren, y los que utilizan la mascarilla para disimular que lo odian y lo aman según el resultado. Nadie mejor que un confeso “culer defectuós” como Pàmies para definir el guardiolismo, que para mí, es el mismo reflejo del barcelonismo. Algunos culés sentían lo mismo con el Barça de Laporta, con el Barça de Rosell, y con el Barça de Bartomeu. Eso sí que es el ADN del culerismo.