Anda la reputación de La Masía por los suelos, y gran parte de la culpa la tiene la propia cantera del Barça, que en la mágica segunda década del siglo XXI hizo olvidar a los aficionados una verdad del fútbol: las dinámicas del propio juego trituran a infinitamente más jugadores jóvenes de los que encumbran. Si los puentes aéreos de la pedrera con Mánchester y Londres no habían agotado ya el estéril enamoramiento del culé con sus promesas, el malquerer de Messi y el viaje de Thiago de Múnich a Liverpool (o sea, entre las dos últimas ciudades campeonas de la Champions) le han dado la puntilla.

Como a perro flaco todo son pulgas, la llegada de Ronald Koeman está siendo otro desfile de cachorritos que terminan en la protectora de animales. ¿Quién le iba a decir a Riqui Puig que, después de dejarse el alma corriendo y de rezar a todos los santos por un entrenador que alineara a un mediapunta bajito en el Barcelona, iba a terminar el verano de cara a la puerta de salida y con Coutinho a medio paso de la titularidad?

El caso del virguero de Matadepera es el ejemplo más fehaciente de que los jóvenes futbolistas, especialmente tras la sentencia Bosman que desarboló el proteccionismo de sus viveros, son como esas semillas que te regalan a veces en el supermercado: te hacen soñar con un huerto en el alféizar de la ventana de la cocina, pero las más de las veces pasan de brote verde a hierbajo marrón en un solo día. No importa cuánto las riegues o con cuánta ilusión mires los tiestos que compraste en el Maxi China. Le diste el dinero al dependiente, él te contestó algo parecido a 'galaxias'... pero lo único que queda ya en esa maceta no es nada estelar, sino más bien un agujero negro de sustrato con unos cuantos rastrojos encima.

Después del versallesco rosal que brotó de la cantera azulgrana allá por 2009, es normal que a uno se le agriete la boca al mirar ahora este pasto seco, este incendio esperando una chispa. Por eso la foto de Ansu Fati mostrando ayer con orgullo su dorsal del primer equipo y sus 400 millonazos de cláusula de rescisión es como un vaso de Coca-Cola hasta arriba de hielo goteando sobre una mesa en mitad del desierto. Resulta que Ansu es un muy buen futbolista, claro. Pero además, al contrario que a muchos de sus compañeros canteranos, le ha tocado la mano buena: cada vez que debuta, marca; ha salido de la masacre del final de la maldita temporada del virus sin un rasguño mediático, tiene a un culé fervoroso y arrojado dirigiendo la selección española y ha llegado al Barça un entrenador dispuesto a largar a Luis Suárez (poca broma) para hacerle sitio en el ataque.

Por si fuera poco, y aunque no sea diplomático decirlo, mucho culé está dispuesto a celebrar los goles de Messi pero ahora también lo mira como si fuera ya el fantasma de las Navidades pasadas. Si lleva al niño a la Botiga quizá trate de convencerlo de que en realidad no quiere la camiseta del 10, sino la del 22. Por ahí también empiezan los mitos del fútbol. Ahora solo falta comprobar si Ansu aparece el domingo de titular en el estreno liguero para abrir el champán y que empiece el idilio. 

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