Como se podía prever, Bartomeu no lo pudo hacer peor tampoco el día de su dimisión. Bueno, los dos días. Le sobraron humos el lunes y le faltaron razones el martes, porque la convocatoria al socio para la moción de censura no iba a ser más segura sanitariamente dentro de un mes o dos que ahora, me temo. En cualquier caso, carpetazo a su mandato, divisorio y funesto; marronazo para la gestora, encargada de negociar la necesaria contención salarial en una institución que va más allá del primer equipo de fútbol pero tampoco puede ignorarlo, y pistoletazo de salida a un electoralismo galopante y revanchista.

Por el camino quedaron malas decisiones como las que se podían haber tomado en cualquier club de fútbol, aguas pestilentes como las de los fichajes en Brasil y un borrón que es muestra de carácter: el Barçagate, momento en que la junta directiva presuntamente decidió gastar dinero del club en difamar a sus mejores jugadores en lugar de enfrentarse a ellos.

Sin un momento de respiro, el Barça de Koeman aterrizó en Turín para cenar sin toque de queda en el Juventus Stadium. Allí lo esperaba un empacho de músculos y miradas torvas. La Juve es como una de esas tiendas de moda donde los dependientes son fornidos muchachotes sin camiseta, solo que estos llevan la de su club (muy ajustada) por mandato de la UEFA y te clavan el codo en los riñones a la que pases por su lado. 

Pero palmaron, vaya si palmaron, porque el Barça recordó que regateando con atrevimiento, pasando el balón a toda velocidad y negando a su defensa un delantero de referencia en el área, al campeonísimo italiano (nueve ligas consecutivas) los músculos le pesan más que ayudarle. Especialmente si le faltan los de Cristiano, que hace unos días se contagió del maldito virus y se metió a monje budista.

En una de las mejores versiones que se recuerdan del Barcelona post-tripletes, un Pjanic aún desengranado honró el 8 con velocidad de ideas y piernas, Araújo se sacó el doctorado, Messi disfrutó de su presidencia honoraria jugando canchero y vivaracho, Griezmann sacó lustre a la posición de medio estorbo e incluso Dembélé pareció a ratos un futbolista de élite. 

Pero lo mejor, a falta de que Ansu saliera para recibir palos con oficio y ser atropellado en el área, propiciando el gol de penalti de la sentencia, fue el amor juvenil que nos golpeó de la mano de Pedri. El tinerfeño agradeció la confianza de su míster al darle la mediapunta titular y desde ahí supo atraer, amagar, distribuir, romper líneas, defender y desarbolar a un tremendo rival con una exhibición de pureza futbolística.

El Barça de Bartomeu volvió de Italia como el Barça de Pedri. Y ahora todo le duele menos al culé. Incluso lo del Clásico.

P.D.: Nos vemos en Twitter: @juanblaugrana