Lo confieso: por primera vez, astuto lector, me siento identificado con esos desdichados antibarcelonistas a quienes la visión de Gavi tanto irrita. Aunque por diferentes razones, obviamente. Contemplarlo abandonar anoche el estadio de Zorrilla entre lágrimas, con la rodilla tambaleante, desató en mis entretelas tremendas oleadas de un furor iracundo, atávico, hijo del rencor y nieto de la hidrofobia. Y eso que me lo olía desde el mes de septiembre. Algo siniestro bajo la cama me susurraba por las noches que el tercer parón de selecciones de este otoño, igual de arábigo que los dos anteriores, iba a ser el del crujir de dientes para la culerada.
Por si fueran poco los meses que el corazón del Fútbol Club Barcelona se va a pasar infartado en la grada, Ter Stegen regresó de la concentración de Alemania con molestias en la espalda, justo el proverbial talón de Aquiles que revirtió al guardameta azulgrana del estado de pantera al de gato sobrealimentado durante un par de temporadas que se hicieron francamente largas. Por lo menos, MATS no tuvo que disputar ninguno de los dos amistosos en la agenda de su país. Pero detestar el fútbol de selecciones en el actual formato, el cual se resume en ciscarse en el resto de competiciones, no solo me parece razonable, que ya me lo parecía antes, sino que ha alcanzado la categoría de imperativo moral.
No se puede consentir este pifostio en el contexto del fútbol actual. Con una inflación galopante que lanza con pasmosa facilidad cualquier fichaje de un jugador potencialmente estelar por encima de los 100 millones de euros, el equivalente al presupuesto municipal para 2024 de la ciudad de Irún, con más de 60.000 habitantes. En el cual la deuda de los clubes -incluso los de la Premier, no se deje engañar por esos bolsillos sin fondo que más pronto que tarde acabarán en cheques de la misma categoría- solo puede definirse como pantagruélica. Donde se riega con dinero procedente de cada vez más dictaduras, pero de las de verdad, no como las de Ferraz, el inagotable círculo vicioso de gasto desmedido y rendimiento deportivo que la sentencia Bosman nos lanzó a través del tiempo como una catapulta. Es delirante que los clubes acepten humildemente esta infamia, este sabotaje gratuito de su planificación para la temporada.
Si además hablamos de una entidad como el Barça, obligada a vestir esmoquin por la calle en busca de quien le pague el champán mientras de puertas para adentro deja apagada la calefacción, guarda el agua de la ducha para fregar los platos y come arroz cero delicias varias veces por semana cual estudiante de Erasmus, el asunto se vuelve hemorrágico. Después de lo acaecido ayer, a mí ya va a ser difícil, muy difícil convencerme de otra cosa que no sea boicotear a los patrocinadores de La Roja y seguir sus partidos únicamente a través de exabruptos en Twitter, rabieta que por supuesto me permito desde mi barriga llena con dos Eurocopas y un Mundial. Enhebrados los tres títulos, además, con el hilo de mi equipo favorito de siempre. Pero eso es lo bueno de la democracia: que me asiste mi derecho a cagarme en san pito pato cuando a mí me convenga. Esto sí, tal cual hacen los de Ferraz.
Nos vemos en X: @juanblaugrana