El Barça es un caos. Club y equipo han entrado en una dinámica muy peligrosa. Autodestructiva. Joan Laporta sigue sin un plan, renegando en privado de Koeman y auxiliando en público al técnico holandés, empeñado en morir matando. Mientras el presidente sondea el mercado para fichar a un entrenador bueno, bonito y barato, Ronald tiene una empanada de mil demonios con el sistema. Tanto cambio pasa factura y ya se sabe que no hay tipos más insolidarios que los futbolistas.

A Koeman nadie le puede negar su valentía con los jóvenes. Es atrevido en sus apuestas y premia la meritocracia. Con el modelo, no tanto y ahí radica parte de su problema. Laporta le impone el 4-3-3, posiblemente por un romanticismo trasnochado, pero no tiene las piezas para ejecutarlo. Con tres centrales se encuentra más cómodo, pero su planteamiento contra el Bayern fue cobarde. No por el sistema, que puede ser ofensivo o defensivo en función de los laterales, sino por la renuncia al balón. Duele que el Barça, desde el minuto 1, acepte su inferioridad.

Koeman no lo tendrá fácil ahora para motivar a la plantilla. A una plantilla muy mal confeccionada, con muchos desajustes e incoherencias. Hoy el Barça es una suma de futbolistas más que un equipo. Está bien ilusionarse con los jóvenes, pero sobran jugadores en la recta final de su carrera. Físicamente, el Barça es una broma de muy mal gusto. Técnicamente, un insulto a su historia más reciente.

Laporta, mientras, atiza que da gusto a Bartomeu, pero sigue sin hallar la fórmula para reactivar la economía del club. Todo es improvisación. El efecto euforizante de su victoria se diluye día tras día. Su populismo no basta para sanar a un club que desde hace años demanda un cambio radical. El pasado más glorioso de su historia está resultando un lastre excesivo para la entidad, castigada por la pandemia y por la eterna lucha de ismos. Sobra gesticulación y falta gestión y profesionalidad.

Hoy Koeman es el mejor paraguas de Laporta, que reivindica la figura de Johan Cruyff pero se rodea de personajes con unas ideas dispares. Todo es un despropósito en el Camp Nou, donde el miércoles nadie podía entrar un bocadillo de su casa pero podía comprar los frankfurts que quisiera en los pasillos del estadio. Tal vez el presidente quería que nadie se indigestara tras un espectáculo tan bochornoso que escenificó la actual decadencia de un Barça empachado. Sin hambre de títulos.