No está claro si Ronald Koeman será entrenador del Barça la próxima temporada, pero el técnico holandés ya puede decir con orgullo que lo ha sido en la 2020-21. Para poder recordarlo dentro de unos años sin mirar inmediatamente después al suelo le faltaba ganar un partido grande, y aunque su equipo llegó a la final de Copa rebotando en el caprichoso pinball de las remontadas, en el encuentro decisivo ante el Athletic los azulgranas no solo vencieron, sino que lo hicieron por la única vía que no se mira con recelo en el Camp Nou: desplegando un fútbol vistoso e intenso, heredero indiscutible del guardiolismo. Si piensan que exagero, reflexionen sobre quién fue el mejor jugador de los bilbaínos y luego miren el marcador final.

Seamos sinceros: el Barça no subió la Copa al autobús al terminar la primera parte porque Messi no tiene cinco años menos. Pero no hizo falta que rejuveneciera, porque en la reanudación un vendaval veinteañero llamado De Jong galvanizó la producción goleadora de sus compañeros, Leo incluido, y la irresistible ascendencia del Barça sobre el balón no solo sirvió para campeonar sino para hacerlo fantásticamente bien.

Cuestión de mojo, pensaron muchos barcelonistas cuando vieron a Griezmann abrir felizmente la lata con ese mismo balón que tan a menudo le rebota en alguna parte extraña del cuerpo y se marcha fuera manso, junto al palo (lo cual, por cierto, le había sucedido unos minutos antes de marcar). Y también divisando la sonrisa que Laporta reflejaba en sus ojos sobre la mascarilla. Qué pocos partidos le ha costado al nuevo president levantar el primer título y qué largo parecía el camino con los pies de hobbit de la anterior directiva hasta la caldera del Monte del Destino.

Lo que aceptó dirigir Koeman en septiembre, recién llegado a la Comarca, fue a la primera plantilla de un club en guerra civil, al mejor jugador de la historia del fútbol sintiéndose tan perdedor como si le hubieran fichado de compañero a Higuaín y a un puñado de jugadores divididos en dos grupos principales: aquellos que habían olvidado casi todo lo que hacían bien y aquellos a quienes nadie les había enseñado todavía lo que significa jugar en el Barça. Tras unos meses de probaturas, ha conseguido armar con buena parte de ellos un equipo con identidad y palmarés. Su plan para la final fue tan sumamente práctico que convocó a tres porteros, por si las meigas. Y todo le salió bien. Cuando sonaba el runrún de que el bueno de Tintín se marcharía cabizbajo tocando el violín, se ha girado para dar un trompetazo.

Su futuro más allá del verano dependerá de muchas cosas: un poco de que a los nuevos encargados de la tesorería del club les salgan unas cuentas dignas de la NASA, otro poco del Getafe, otro más de lo que ocurra el 8 de mayo contra el Atlético... Pero eso sí: al barcelonismo el pitido de felicidad en los oídos ya no se lo quita nadie.

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