“El Barça está por encima de entrenadores, presidentes y jugadores, e incluso del mejor del mundo”, declaró Joan Laporta para justificar por qué abrió las puertas a Leo Messi para que abandonara el club, pese a que había prometido en plena campaña electoral su continuidad. Da igual si lo prometió y luego incumplió. Él es el presidente. El elegido. La autoridad vigente. Dicta y manda.

Cuenta con el respaldo de los socios que lo votaron, y con el silencio de los que no. Sabe que nadie se manifestará en su contra. Al contrario de las dictaduras, está dando al pueblo lo que quiere. Había hambre de resultados y estos los está consiguiendo el equipo. Y si alguien osa atacar sus decisiones se enfrenta a la excusa de lo mal que lo hicieron los anteriores directivos. Esa es la más grande herencia que le dejó Josep María Bartomeu.

Podrá vivir y utilizarla como quiera cuántas veces le interese. No puedo renovar a Messi, culpa de Bartomeu. No puedo fichar a Haaland, culpa de Bartomeu. No puedo aumentar el contrato de Araujo, culpa de Bartomeu. No puedo poner las grúas en el Camp Nou, culpa de Bartomeu. No puedo aceptar el crédito que me ofrece la Liga, culpa de Bartomeu. Tengo que aceptar el crédito de la Liga, culpa de Bartomeu.

Y si aquel nunca se quejó de la pandemia, ahora él tiene la excusa de la guerra. Nunca antes un presidente del Barça había tenido tanta libertad para hacer y deshacer a su antojo cuanta decisión se le ocurriera como en este momento tiene Joan Laporta en nombre de su predecesor.

Hasta el punto que hablar de transparencia es una nimiedad. Ante la firma de un gran contrato exige confianza, pero esconde claridad. Le da igual. “Es un gobierno familiar”, afirma con ese poder de convencimiento que siempre ha tenido. Laporta sabe que hoy en día tiene a sus pies a la masa social del Barça. Puede hacer lo que quiera.