El Barça de Valverde es un equipo abracadabrante. Capaz de arrollar al rival y de desmoronarse en un mismo partido. Camaleónico en grado superlativo, combina destellos de gran clase con descalabros sonados para desesperación de su afición, sufridora en el campo y desconcertada con las trifulcas entre jugadores y directivos.

La caja de los truenos se ha destapado cuando todavía falta un año y medio largo para las elecciones. Muy pronto. Tan cierto es que no hay buena sintonía entre el vestuario y la directiva como que Piqué, aspirante algún día a la presidencia, se mueve por intereses personales.

Él mejor que nadie sabe que los futbolistas tienen mucho poder, entre otras cosas porque es un deportista diferente, que presume de sus negocios y de Copa Davis. Un día se entrena en la Ciudad Deportiva, al siguiente se traslada a Andorra y una semana después viaja a Nueva York para codearse con las estrellas de la raqueta. Sería recomendable que Piqué se apartara de las luchas por el poder y se centrara en el campo, donde ya le han sacado los colores en varias ocasiones.

Con las aguas demasiado agitadas, juega el Barça como vive, sin un plan definido y con mucha ansiedad. El marrón que debe gestionar Valverde es morrocotudo porque la lucha de egos en el vestuario también es de campeonato. Hoy, solo Messi es intocable. Su mejor aliado, Luis Suárez, fue pitado hace solo una semana. Contra el Inter, evitó que las tensiones subieran de tono con dos goles de autor que maquillaron muchos problemas estructurales tras una primera parte de espanto. Así de esquizofrénico está el Barça.

Messi, un futbolista de pocas palabras, es quien sostiene al Barça. Juega con el freno de mano puesto, dosificando sus esfuerzos y sin aplicarse en labores defensivas, pero consciente de que una obra suya basta para sanar al enfermo. El problema radica cuando el rival lo desconecta. Entonces palidece el Barça, un equipo con importantes lagunas físicas y tácticas, sin respuesta ante equipos mucho más trabajados como el Liverpool.

El Barça ya no tiene la tensión competitiva de los últimos años, tal vez porque ha ganado muchas Ligas (8 de las últimas 11) y porque no ha superado los malos tragos de la Champions. Las cosas pintan mal y el equipo puede caer en la autocomplacencia de tanto mirarse al ombligo. Bartomeu, seguramente, ha cometido muchos errores, pero si ha pecado de algo es de ser tremendamente generoso con los futbolistas. La última renovación de Alba es un (mal) ejemplo. Desde que multiplicó sus ingresos, su rendimiento ha menguado y su caso no es una excepción. En el vestuario falta mano dura.