Permítame, astuto lector, que hoy me desvíe un poco del chascarrillo habitual y le hable de un enfrentamiento histórico.

El otro día le planteé lo siguiente a un amigo que no apoya a los mismos que yo: que madurar significa abandonar el idealismo o, como poco, ponerlo en un sitio donde no se use a diario, para evitar que se ensucie. "No tiene nada de malo vivir acorde a unos ideales ni entregarse a ellos", me respondió. Y yo le di parte de razón, claro. Primero, porque la tenía. Y segundo, porque es bonito y agrada al corazón ser generoso incluso con quien piensa de manera diametralmente opuesta. Pero también le señalé un peligro: que sus ideales sí pueden tener mucho de malo si los pone al servicio de indeseables que solo miran por su propio interés. Y le ofendió un poco que lo tomara por un ingenuo.

Lo entendí, pero me reafirmo. Es atractivo pensar que las cuestiones complejas tienen soluciones fáciles. Y también resulta agradable verse a uno mismo capaz de vertebrar argumentos convincentes en favor de una opinión concreta. Tendemos a pensar que a los seres humanos, como individuos, nos deleita el mero hecho de tener razón. Validar una visión del mundo que para nosotros no tiene grietas (o sí las tiene, pero ya le hemos cogido cariño) y tratar de moldear la realidad con ella. Pero también, como somos seres sociales, ocurre que nos satisface transmitir esa posición a nuestros vecinos y congéneres y descubrir que encaja dentro de su ideario colectivo. En otras palabras, encontrar una identidad. Y con ella, una ilusión compartida con otros. Aunque vaya en contra de la mayoría social. O precisamente por ello, por lo que tiene de rebeldía. Eso es incluso mejor, porque ahí, creemos, ya no se trata de imponer sino de defender nuestra posición.

Sin embargo, una ilusión no es lo mismo que un ideal. Me explico: a mí puede hacerme ilusión que me toque la Primitiva para producir ese guión de cine que tengo entre manos desde hace tiempo y en cuyo éxito creo como en que la noche sigue al día. Pero eso no significa que tenga derecho a que me toque la Primitiva, ni mucho menos a hacer sentadas delante de la administración de Lotería hasta que se me premie como merezco. Teniendo en cuenta que, gracias a una mezcla de trabajo y buena suerte, no necesito ese dinero para comer sino para (entiendo yo) prosperar, si me empeño en mi sentada acabaré pareciendo ridículo. Y si continúo insistiendo y me encadeno a la puerta y vocifero con un megáfono "¡Quiero mi premio!, ¡Quiero mi premio!", comenzaré a ser detestado por el lotero, los transeúntes y los clientes de la Lotería. Muchos de ellos, por cierto, también sueñan con prosperar gracias a su boleto. Pero no arman tanto jaleo, y tampoco entienden por qué yo grito para defender como necesidad lo que en el fondo es un capricho.

Si encima no se me ocurre otra cosa que dar una patada a la puerta y llenarme un saco de euros, tomados a la fuerza del cajón del lotero mientras proclamo mis derechos, no solo estaré delinquiendo, y allá me entenderé con la policía y los jueces. Además, será inevitable que muchos piensen que estoy bordeando el delirio. Desde luego, parece sensato planteárselo si al otro lado se me ve a mí, convencido como un miembro de una secta de que por gritar más voy a tener la razón, y de que puteando al de enfrente me voy a realizar a mí mismo.

A la larga, eso se cae por su propio peso. Y eso les ha sucedido esta misma semana a muchos que habían sustentado sus carreras profesionales o simplemente se habían labrado un notable prestigio social defendiendo falacias. Pero la realidad los ha defenestrado: Leo Messi ha ganado su sexta Bota de Oro como máximo goleador europeo, luego ya no cabe decir que hay otro futbolista que está a su nivel, o incluso por encima de él, porque "es el mejor delantero". Muchos se hicieron de oro a base de defender ese mismo delirio, pero el tiempo, inexorable, los ha puesto en su sitio.

Porque claro, yo estaba hablando de la muchas veces ilusoria rivalidad entre Messi y Cristiano Ronaldo creada por unos cuantos interesados y no pocos fanáticos que les seguían el juego por orgullo y cerrilismo. ¿O pensaba usted que hablaba de otra cosa?

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