Leo Messi se queda. A disgusto y disparando contra Josep Maria Bartomeu. El crack argentino quería irse, pero se ha encontrado con un presidente intransigente, harto de ceder ante sus exigencias, y no ha querido judicializar su salida del club. Oficialmente, Messi se queda por amor a la entidad. La realidad, sin embargo, no es tan amable.

Bartomeu será recordado como el presidente que desafió a Messi cuando más tocado estaba. A medio año de las elecciones y con un Barça en descomposición. No quería pasar a la historia como el dirigente que vendió al crack argentino o le concedió la carta de libertad cuando Leo armó la de San Quintín. Para Barto hubiera sido lo más fácil para cuadrar las cuentas de la entidad, debilitadas por culpa del coronavirus y por las fichas estratosféricas que cobran muchos futbolistas con más nombre que rendimiento.

Messi aceleró hace una semana y media, frustrado por la trágica noche de Lisboa, y pisó el freno cuando las cosas se pusieron feas. Quería irse ya del Camp Nou y estalló poco después de que Ronald Koeman comunicara a Luis Suárez que debía buscarse un nuevo piso. Las formas del holandés (conversación telefónica de dos minutos con su amigo) indignaron a Leo, que ya barruntaba su salida desde hacía varios meses. Su burofax ya forma parte de la historia negra del Barça.

En pleno conflicto, Messi prolongó su silencio. Nada dijo de su mensaje a Bartomeu en el que le pedía precio por su salida del club. Tampoco de su petición para que no se le rebajara la ficha por la caída de ingresos provocada por la crisis del coronavirus. Acorralado, ha optado por cumplir el año de contrato que le queda. En enero será libre para negociar con cualquier club. Para hacer números y buscar un club que pueda adornar su espectacular currículo. Sin ataduras de ningún tipo.

Messi tiene razón cuando se queja de la nefasta planificación deportiva del club en los últimos años. Una planificación, dicho sea de paso, condicionada a sus deseos. Porque no es de recibo que el crack se queje de la renovación del equipo y se ponga como una moto cuando se entera de que el Barça quiere prescindir de Suárez o no podía rescatar al mercenario Neymar. Él y su amigo uruguayo siempre han ido a su bola. Hace un lustro eran letales. Ahora, no tanto, pero ganan un pastizal (140 millones brutos por temporada entre ambos) y se dosifican cuando juegan. Cuando todos corren, ellos se pasean por el campo. Y así le ha ido al Barça por Europa.

Este viernes, Messi, por fin, ha cerrado un culebrón de 10 días, pero ha abierto otro sobre su futuro. En unos meses, el Barça se quedará sin el mejor futbolista de la historia y sin un traspaso millonario. La renovación, la puñetera renovación de la que el mismo Messi se queja, se aplaza un año para desgracia de una institución mucho más importante que la magia de su estrella.

Koeman, públicamente, había expresado su deseo de contar con Messi, pero sabe que ahora lo tendrá más difícil para gestionar el vestuario. Y no digamos si se queda Suárez por imperativo legal de Leo. Tácticamente, el Barça necesita otro delantero centro y Messi seguirá siendo un obstáculo para Griezmann. Sin el argentino, el Barça podía funcionar como un equipo. Ahora todo seguirá viciado y con unas elecciones a la presidencia en seis meses que trasladarán la fiesta del campo a las oficinas.